12.06.2011

En el cielo una hermosa mañana

Corría el año 1531. Diez años hacia ya que Cortés se había apoderado de la ciudad de México y los misioneros catequizaban con entusiasmo, enseñando a los indios los fundamentos de la fé católica y confiriendo el bautismo a sus hijos en pro de la gran obra evangelizadora que realizaban.
El sábado 9 de diciembre, aun brillaban en el cielo las estrellas cuando Juan Diego, un pobre indio, salió de su casa para asistir a misa. En el camino, al pasar por el Cerro del Tepeyac -Cerro de la Nariz- escucho sorprendido un canto suave y delicado, que provenía de la cumbre, superior al trino de las más preciosas aves canoras. Extasiado, se detuvo Juan Diego y se dijo: ¨¿Por ventura soy digno de lo que oigo?¿Estaré despierto o será un sueño quizá?".

De pronto se interrumpió el canto y una voz celestial, dulce y melodiosa, lo llamó.Juan Diego, gozoso, sin sobresaltos, acudió al misterioso llamamiento y vió a una señora maravillosa, de sobrehuamana belleza, quién le mandó acercarse. Llevaba espléndida vestidura que resplandecía como el Sol; el risco en que posaba sus plantas parecía cincelado y cubierto de diamantes, tanto era lo que refulgía. Las hierbas, nopales y mezquites parecían de oro tallado, con incrustaciones de turquesa y esmeraldas. Juan Diego, se inclinó ante ella, y la señora le dijo:
- Juan Diego, a quien amo tiernamente, ¿a dónde vas?
- Señora y niña mía, voy a oír el culto divino.
- Yo soy-agregó la maravillosa aparición- la siempre Virgen Santa María, Madre de Dios. Soy vuestra Piadosa Madre, tuya y de todos los moradores de esta tierra. Es mi deseo que aquí se me erija un templo para mostraros mi amor, y tú serás mi intermediario. Vé al obispo de México y comunícale mi voluntad.
- Señora Mía - contesto Juan Diego - soy tu humilde siervo, voy a cumplir tu mandato. Me despido de ti, mi niña y Señora.

El obispo fray Juan de Zumárraga recibió al indio, lo escucho con atención, pero no dió crédito a su relato, que le pareció obra de la fantasía del bueno y simple indio.

El pobre Juan Diego se entristeció grandemente y volvió al Tepeyac, donde, en el mismo sitio, estaba esperándolo la Dulce Señora. Se postró ante ella y le dijo:

- Señora y Niña mía, fuí a cumplir tu mandato. Ví al obispo y le transmití tu mensaje, pero no me creyó. Señora mía, yo soy una hierbecilla, una hoja, un cordel, una escalerilla de tablas; yo soy un hombrecillo, soy gente menuda, y tú, Niña mía, me enviaste a un lugar demasiado grande para mí. Manda, Señora, a una persona principal para que le crean.Perdóname que te cause esta pesadumbre, Señora y Dueña mía.

La Santísima Virgen, con toda dulzura y suavidad le respondió:

-Oye, hijo mío muy amado; son muchos mis servidores a quienes podría encargar este mensaje; pero deseo que seas tú el que lo solicites y ayudes con tu mediación a que se cumpla mi voluntad. Ve otra vez a ver al obispo y dile que la siempre Virgen Santa María Madre de Dios, te envía.

-No te cause yo aflicción, Niña mía -respondió Juan Diego-, de muy buena gana iré a cumplir tu mandato. Mañana en la tarde, cuando se ponga el Sol, vendré a darte razón de tu mensaje. Ya de tí me despido, Señora y niña mía.

Muy de madrugada salió Juan Diego de su casa el día siguiente y, acabada la misa, fué a ver al obispo para reiterarle, entre sollozos e imploraciones, el mensaje de la Virgen. El obispo, pensando que todo era producto de la excesiva devoción del indio, le dijo que era necesaria una señal de la misma Señora del Cielo para que pudiera creerle.

Fuese Juan Diego triste y acongojado a contarle a la Señora del Cielo la respuesta del obispo. La Señora le escuchó con atención y le respondió:

- Hijo mío, volverás aquí mañana y te daré para el obispo la señal que te ha pedido. Con eso te creerá y yo te recompensaré por tus desvelos.

No volvió Juan Diego al día siguiente, porque en la mañana debió ir a buscar un remedio a su tío Juan Bernardino, que estaba grandemente enfermo. En la noche, como el tío se sintiera morir, pidióle a Juan Diego que fuera a Tlatelolco a buscar un sacerdote. Así lo hizo Juan, saliendo al amanecer por el camino de costumbre; pero al llegar cerca del Cerro del Tepeyac, se detuvo y penso que siguiendo de frente iba a encontrar a la Señora, quien lo entretendría hasta darle la señal para el obispo. Cambió entonces de camino pensando que lo más urgente era llevar el sacerdote a su tío moribundo. Al dar la vuelta al cerro, vió a la Señora que bajaba majestuosamente la ladera.

-¿ Qué ocurre, hijo mío?¿A dónde vas tan presuroso? -le dijo la Virgen.

- Niña mía -contéstole Juan- voy a causarte una aflicción. Un pobre siervo tuyo, mi tío, se esta muriendo y yo voy a buscar el sacerdote para que lo confiese. Luego volveré para recoger tu mensaje.Señora y Niña mía, perdoname, tenme paciencia; no te engaño, mañana volveré a toda prisa.

La Virgen le respondió:

- No te apenes ni te inquietes. ¿No estoy aquí yo que soy tu madre? no te aflija más la enfermedad de tu tío, que no morirá por ahora; puedes estar seguro que ya sanó.

Y siguó diciendo:

-Sube, hijo mío, a la cumbre del cerro. Corta y recoge cuantas flores veas allí y baja enseguida a traérmelas.

Asombrose Juan Diego, al llegar a la cumbre, ante la variedad de rosas que allí halló, abiertas antes de la estación. Cortólas, bajó inmediatamente y llevó a la Virgen las divinas rosas. Al recibirlas le dijo la Señora:

- Estas flores, hijo mío, son las señales que llevarás al obispo. Le dirás de mi parte que vea en ellas mi voluntad. Tú eres mi embajador, digno de toda mi confianza; por eso te ordeno que solo delante del obispo despliegues tu tilma y descubras las rosas. Luego le contarás detalladamente todo lo que haz visto y admirado.


Continuará proximamente

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